Deambulando de ventana en ventana
de una a otra, hacia la puerta,
todas las noches, enfrenta su llorosa vista.
Lo hace, esperando ver asomar
desde la empedrada altura del cerro,
más acá, del mar escondido, más abajo
del cielo, los zancos iluminados
del gigante, que linterna en mano
cual luciérnagas, bailoteando
en la oscuridad, iluminan,
sin saberlo y sin ser ese su propósito
una silenciosa y solitaria vida.
Lejana compañía junto a la cruz,
la que soporta calladamente
su propio decaimiento, pero
desparramando esperanza,
cual la luz, que le pinta color
en las sombras actuales.
Sombras, que intentan postrar
a una y otra despiadadamente.
María Teresa Ferreira