Siempre tuve miedo de ir a los velorios, pero un amigo, Alfredo Moyano, me enseñó a superar ese temor. Alfredo lo hacía como quien va de visita al doctor o a ver a una tía vieja. Caminar con Alfredo era una experiencia de locos, siempre apresurado.
Para él, pasar por un velorio y no entrar significaba una falta de respeto, y así fue como se me fue el miedo.
«Villalbita, espérate, tenemos que entrar, hay un velorio», decía Alfredo. Y así, nos presentábamos a los dolientes, que podían ser vecinos del pueblo o personas que ni conocíamos, ni al muerto ni a sus familias. Y nosotros, muy campantes, nos poníamos a charlar despacito para que nadie nos escuchara, aunque Alfredo prefería hablar fuerte.
Visitar un velorio con Alfredo tenía una solemnidad que para él no tenía sentido. Yo decía «pobre hombre», y él respondía «el muerto no siente nada, Villalbita. Esto es así». Después me decía: «¿Para qué tantas flores si después se pudren? Te das cuenta», y yo le daba la razón.
Aprendí a entrar a los velorios con Moyano. Eso sí, estábamos diez minutos y salíamos, cumpliendo como buenos vecinos. «Ya cumplimos», me decía. Hoy ya no voy a casi ningún velorio. La muerte está apurada y los velorios son breves, todo ha cambiado.
A lo que nunca le tuve miedo fue al cementerio, a las visitas me refiero, cuando era sacristán del padre Isabelino y lo ayudaba en las misas de los difuntos. Otra época, otro valor tenían las situaciones. Los velorios, los cementerios y las enseñanzas de Alfredo Moyano forman parte de los recuerdos que moldearon mi comprensión de la vida y la muerte.
Roberto Villalba Llamosa
Texto original curado y reescrito por Mónica G. Bueno Imagen descriptiva creada por BloggerPrise.