En pleno Barrio del Peligro, a media calle pasando los ombúes, se encuentra el bar de Jacinta Cuadrado, todo un personaje. Jacinta, nerviosa y risueña, siempre fue buena con todos los vecinos y parroquianos del boliche. Hace muchos años, un amigo de la juventud me invitó a conocer el famoso lugar.
Me sentía feliz de visitar ese sitio tan conocido, chiquito pero siempre lleno de desengañados en busca de sus vinitos tintos o rosados, o de las copitas de grapa con limón. También podías encontrar alguna linda dama buscando un rato con algún inquieto hombre de campaña, es decir, de la zona rural.
Al entrar, Jacinta me recibió con un alegre «¡Al fin conoces este lugar! Tomen asiento.» Yo y mi amigo de aventura, al estar adentro, quedamos mareados por el humo de tabaco y ya queríamos marcharnos. Pero Jacinta, muy astuta y risueña, nos dijo: «Quédense a charlar un rato.» Nos sentamos en unas sillas destartaladas y Jacinta gritó: «¡Chiquilines, qué toman!» Nos quedamos mudos, sin saber qué hacer, y para no pasar vergüenza, refrescos no pedimos. Dijimos: «Una copita nomás.»
Jacinta, con una sonrisa, respondió: «No me digan nada,» y nos trajo dos copitas chicas de grapa con limón. Al pasar el rato, pagamos y nos despedimos de Jacinta y de algunos parroquianos que nunca habíamos visto en la vida.
Al salir, casi nos caímos del mareo que teníamos, y desde el mostrador, Jacinta, riéndose, decía: «¡Son nuevos aquí, todavía no saben tomar! Ja, ja, ja.»
El boliche de Jacinta era un refugio singular en el barrio, donde la risa y la camaradería se mezclaban con el humo del tabaco y las historias de quienes buscaban un momento de olvido o simplemente una buena charla.
Roberto Villalba Llamosa
Texto original curado y reescrito por Mónica G. Bueno Imagen descriptiva creada por BloggerPrise.