Cangrejero – Ricardo Leonel Figueredo

Cangrejero – Ricardo Leonel Figueredo

Este domingo, había salido a buscar un yuyo para remedio. Andaba con unos mareos raros, desde hacía meses. Escaso el yuyo. Hurgaba en el borde de la barranca, cuando llegó el auto cargado de cañas.

Se bajaron los hombres. Miraron el fondo de la zanja casi seca, tatuadas de cuevas las orillas y al cangrejerío que disparaba.

Bajaron una lata. Descendieron por el borde empinado. El que iba adelante resbaló y cayó en el agua sucia. Un barro cremoso lo envolvió.

Rojas lo vio erguirse insultando. Luego restregarse la ropa con chilca y enjuagarse en el agua muerte. Entonces se ofreció:

– Yo se los junto.

Se descalzó, se remangó el pantalón, tomó la lata y un palito. Cangrejo que estaba en la puerta de la cueva no escapaba. Hundía el palo detrás del cangrejo. Hacía presión y éste salía.

No tenía ni tiempo de cerrar las pinzas. Caían en la lata y quedaban en un reverbero de espuma.

Ganó, lo que no ganaba en tres días, carpiendo el islote de tierra. Una tierra pobre, piedra y greda que se rajaba con los primeros soles.

Estaba a fin de invierno. tiempo que arrimaban «las bagualas» buscando remontar el río para el desove.

Trata de terminar temprano el trabajo. Semanas que llegan nada más que hasta el viernes. Va con la lata y el palo a la cañada. Una cañada que por suerte está lejos de los pesqueros y hasta media escondida en el chilcal espeso.

Sábados y domingos, viene gente de lejos. Con cañas desarmables llenas de firuletes y unos «molinillos» que llevan la plomada más lejos de una cuadra.

Los vende por lata. Una lata de aceite de dos litros, llena de cangrejos cobrizos.

– ¿Quiere machos o hembras?

El otro sonríe. Rojas explica que a «las bagualas» les gustan las hembras.

– Tienen la huevera llena.

Toma uno. Lo da vuelta. Tiene unas pinzas enormes que cierra en vano. Un apéndice largo de tapa- Lo abre con un palito. Aparecen como dos espinas.

– Macho. La naturaleza

Lo echa en la lata. La sacude y elige. Pinzas finas. Les muestra la medialuna de la huevera llena de racimitos lilas. Depués levanta con la uña. Muestra dos pequeños pocitos.

– Hembra. Son más escasa.

El otro afirma con la cabeza.

– Y usted, cómo aprendió?

Por casualidad. Un día agarré a dos juntos que no se separaban.

Marcha el negocio. Ahora ya está especializado en carnadas. No hay pez que no conozca. De río y de mar. Allí se confunden cuando la barra es profunda y recibe el viento del sur.

– La lacha, pura espina, pero flor de carnada.

El hombre hace rato que está sin un «pique». Pregunta

– Tiene?

Allí no tenía. A él se le daban los pescadores que vivían en la casilla de La Barranca. La pescaban con el trasmallo. Iban en su búsqueda. Estaban nadando en un pozo escondido cubierto de juncos y resaca.

volvía. Cobraba. Seguía. Algunos recogían borriquetas, roncaderas que quedaban rezongando, bureles. Al levantarse la ola, casi a contraluz, se veía el juego de escamas.

– Lisa. Aquel otro aguaje de más adentro es pejerrey.

Ofrecía mejillón. Unos mejillones que eran unos toros de grandes.

El mar se ha retirado. Asoma el pedrerío en la bajante. Rojas llega en busca de bases. Aquellas piedras que se vuelven puro plomo. Reinales con anzuelos. Trozos de nylon «engalletado». Anda cabeza gacha, revolviendo los montones de algas. Los pescadores, tiran y dejan.

De tanta paciencia que tienen, la pierden.

De pronto. Al agacharse siente como si le vaciaran la cabeza. Tiene la impresión de ver una raya nadando. Lenta, como si fuera planeando entre dos aguas.

Cuando retorna, está caído y un hilo filo de sangre sale de su frente.

De tarde, vio pasar a los hombres a caballo. Venían de las chacras. Pescadores de aparejo, de espera y de fogón. Los encontró al abrigo de las piedras, en el anochecer. Llenos de silencio.

Habían pescado dos «tamberas». Andaba un cardumen pero «de mal comer».

Tenían cangrejos. Unos cangrejos verdosos. Rojas fue hasta el borde de la barranca y las espinas: Hizo un hoyo y desenterró unos colorados grandotes. Hacía tres días que los tenía guardados.

Los alcanzó.

– Cangrejo hay mucho. Azules, verdes. Los mejores son éstos.

El había visto unos azules, más grandes que una mano. Marchó. Los caballos parecían estatua, de quietos.

Una luna naranja remontaba los cerros. El viento se había detenido. Solo se oían las olas golpeando el tambor de las piedras.

Extrañaron que no hubiera venido. Sábado y Domingo sin Rojas, sin carnada, sin pesca.

Lo encontraron en un recodo perdido de la cañada. Caído en el agua muerta. Medio hundido en el barro.

Había quedado con la boca abierta y un cangrejo ya la tenía de cueva.

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