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sábado, diciembre 21, 2024
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El Indio Miguel: Crónicas de su vida y el «Ivimaranei» de sus años en Pan de Azúcar – Parte I

«Me viste rodando como las piedras dejadas indiferentemente a un lado cuando lloré, no supiste que no era sudor, lo que mis callosas manos secaban, no supiste si tenía algo que decirle al mundo, pasaste, pero ahora nada ya importa…»

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En Marzo de 1956, en Montevideo, donde yo vivía entonces, por la prensa diaria me enteré que en el marco de la gran Exposición Nacional de la Producción, y en el stand dedicado a Antropología Etnografía y aborígenes, Don Eugenio Petit Muñoz pensaba exhibir un auténtico indio charrúa.

El indio habría nacido en el interior del departamento de Alto, por Arerunguá y aún niño, fue llevado por su madre al Salto Oriental, donde sus hermanos mayores ya trabajaban en uno de los saladeros locales, muy cerca de las aguas murmurantes del gran río indio.

Más tarde, las inciertas contingencias de las levas y las revoluciones desarraigaron al joven de su tierra natal, y al final, lo depositaron en ésta comarca hermosísima de las sierras, los valles y el mar.

Todo muy atendible. Los últimos charrúas, sobrevivientes a la traición y masacre de Salsipuedes y numerosos contingentes de tapes misioneros, huyendo de la estafa de Bella Unión y del arrojamiento de sus viviendas y chacras junto al río Uruguay, hermanados al fin, habían buscado refugio más allá del Arerunguá y del Sopas, en las agrestes soledades de “grotas” y montes del Mataojo grande, milagro del ágata y la amatista.

Retrato del Indio Miguel – 19 de Marzo de 1966

Otrora, campos de Artigas – corazón geográfico de la gesta artiguista – ahora en la soledad de la gran derrota y de la Guerra Grande, fue por allí, por el paso del Chatre del Arapey Grande, que el joven Artigas cursó su maravillosa Universidad de la vida, que le permitió captar como ninguno, el auténtico meollo de la problemática rural.

Allí en el paso de la Herrería del Mataojos grande, por 1816 o 1817, un gran tigre que se había metido en la pequeña carpita estuvo a punto de matarlo.

En Arerunguá tuvo el único campo de su propiedad. Allí consiguió su más grande y trascendente victoria militar, dirigiendo personalmente la batalla de Guayabos (como lo demostrara Don Gilberto García Selgas), y enseguida culminó su grandeza, con la simbolización del triunfo del sistema, enarbolando en su campamento general la bandera tricolor – su bandera – la de los dos listones rojos al medio de las franjas azules, “signo de la distinción de nuestra grandeza, de nuestra decisión por la República y de la sangre derramada para sostener nuestra Libertad e Independencia”.

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Por allí, en el Paso del Mangrullo del Arapey Grande, tuvo su último campamento general en tierra oriental. Después de Tacuarembó y de la definitiva traición de la oligarquía montevideana y sus secuaces.

Campos del artiguismo; otrora rinconada privilegiada de la formidable Estancia de Yapeyú, ahora – a mediados del siglo 19 – refugio de los últimos indígenas.

Era verosímil lo enunciado por la prensa. Detrás estaba la la inmensa figura científica de don Eugenio Petit Muñoz, y sobre todo, su inmaculada solvencia moral. No obstante, y pese a Petit Muñoz, me negué a concurrir a esa función, a esa exposición humana.

Tenía presente aquel asqueoso contubernio que llevó a los calificados como últimos charrúas, guerreros de Artigas, a morir tuberculosos para el placer malsano de los franceses.

Y pasaron los años. No muchos. Allá por 1960, mi inolvidable amigo y posterior compañero durante años de la Escuela Maternal, don Carlos Estades, concurrió hasta la sede del Juzgado a mi cargo, conjuntamente con el Indio Miguel, y ello, en la búsqueda de una asistencia social que el Juzgado dispensaba en esos momentos.

Mi experiencia con el Indio, mi amistad con el mismo, comenzó desde ese primer momento. Nunca busqué en él, ni vi en él, al hombre raro, al hombre folclórico, y si al ser humano sensible y tierno, alegre, fuerte y agreste, arquetipo del maravilloso peón rural que en mi infancia y juventud pude apreciar en las estancias del litoral noroeste del Uruguay.

Especialmente, en los pagos salteños de Palomas, Saucedo, Tangarupá y Arapey. Peon rural que, por su conformación física, encontré no solo por todo el interior del departamento de Salto, y los demás del litoral norte, sino aún por los arrabales de las propias ciudades de Salto y Paysandú, y aún, Fray Bentos.

Migue era un típico Tape…

Y así periódicamente comenzó a venir de visita por mi casa en Pan de Azúcar. Llegaba alrededor de las 11 de la mañana, con las manos repletas de modestos regalos, de su producción particular, de su cultivo personal.

Ver (*) a continuación

Zapallos chiquitos, raquíticos por falta de riqueza en la tierra, papitas redonditas y brillantes, como las que cosechaban los antepasados tapes del Indio, en el reborde del planalto riograndense, o en la Sierra de los Tapes.

Por supuesto, que esas primicias constituían para el día siguiente, la base de un puchero casi sacramental. Y nosotros tratábamos de retribuir esas gentilezas.

(*) Prof. Ricardo Leonel Figueredo, Prof- Eduardo Luciani, Teófilo Miguel González (hijo del indio), y Domingo Piegas Oliú, con motivo de la mesa redonda organizada el 31 de Octubre de 1991 en la «Casa de la Cultura de Pan de Azúcar, Alvaro Figueredo».

Mi señora con la maravillosa carne que nos proveía Don Brígido Acosta, le hacía un churrasco gigante, cubierto de papas y huevos fritos. Yo le servía una botella de cerveza, o generalmente, un vaso de vino de Don Alfonso Laurini, el increíble “Ud.diría” de la Bodega de Piria.

El indio, muy sordo, hablaba y comía, comía y hablaba. Con mi señora y conmigo hasta que yo me tenía que ir por razones de trabajo.

Contaba… Muy niño aún su madre “mujer blanca” desde Arerunguá o Sopas lo trajo al milagro del Salto Oriental, junto al gran río Indio.

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Allí, ya estaban sus hermanos mayores, que trabajaban en uno de los saladeros, de los numerosos surgidos especialmente en los últimos años de la Guerra Grande. Podría ser incluso “La Caballada”, que desde 1860 Don Pascual Harriague impulsaba, junto a los enormes viñedos que desde allí se fueron abriendo hacia todos los horizontes.

El niño indio, y luego, el joven indio – buen guaraní al fin y al cabo – cursó gozosamente la alegría del agua y del río. De las agrestes barrancas, de las hoyas profundas y misteriosas de los remansos y correderas, y de la corriente que llora muy suavemente contra las piedras, allí donde ahora se levanta el monumento a García Lorca.

Mi señora también tuvo su infancia junto al río, y con su tío el Dr. Maldini, salían a pescar por el mismo.

De tal manera, nuestra casa en pan de Azúcar, gracias al Indio se transformaba en el reino del surubí y del dorado, del patí y del pacú, del mangruyú y del mandubí y del manduvá; pero sobre todo del salmón (bycon orbingnyanus), que Miguel buscaba desde la Piedra Alta hasta más allá del Daymán, siempre junto a las barrancas, donde el salmón con el pacú, se arriman a comer los frutos del ubajal y del aguay.

Pero el destino del tape es el desarraigo, y nuestro joven indio no pudo eludirlo…

Domingo Piegas Oliú

VER PARTE II CLICK AQUI

Reconstrucción de parte de las palabras dichas por el autor el día 31 de Octubre de 1991, en la sede de la “Casa de la Cultura de Pan de Azúcar, Álvaro Figueredo”, con motivo de la mesa redonda organizada por las Comisiones de Cultura de Pan de Azúcar, en homenaje y recordación del Indio Miguel.

Contenido en Revista Letras Nº 4 1992 – 1993

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